domingo, 13 de septiembre de 2020

Space invaders (2013), de Nona Fernández

Si bien es el segundo libro que leo de Nona Fernández, ya ocupa un lugar especial en mi corazón. Me gusta cómo piensa (he visto varias entrevistas suyas), me gusta lo que cuenta y cómo lo cuenta: cómo adorna con sutileza y gracia frases simples pero poderosas. Me encanta su manera de abrir sus recuerdos y mundos interiores en letras, con un estilo tan singular como experimental.

Space invaders es una historia breve —apenas 77 páginas— pero intensa. Habla de niñas, niños y misterios. De dictadura, de escuela, de familia. Nona se enfoca en un grupo de compañeros de curso y les da voz, no solo a uno, sino a varios personajes, entretejiendo una historia donde la verdad se mezcla con lo nunca dicho, porque para los adultos todo lo importante era siempre “cosa de grandes”.

Dar voz a niñas y niños —históricamente silenciados, rezagados, incomprendidos— es un acto profundamente conmovedor. Más aún si se trata de “los sin apellido, estudiantes de un liceo de mierda, sin tradición ni vista a la cordillera; todos cabecitas negras”, tal como lo enuncia la autora. Aunque no son víctimas directas de la dictadura, están ahí, observando, recordando, soñando, intentando comprender. Como dice Gabriel Salazar en Ser niño huacho en la historia de Chile: “Pueden comprender, sin ser comprendidos”.

También me pareció muy potente cómo aparece la escuela como espacio de disciplinamiento: formarse a un brazo de distancia, llamarse por el apellido, cantar el himno, izar la bandera. Todo eso era parte de la rutina, del control, de ese nacionalismo banal. La figura del panóptico de Foucault está clarísima: la estatua de la Virgen, el inspector, el “tío Claudio” en su Chevy rojo. Todos observando. “Aquí se viene a estudiar, y no a hablar leseras”, dice un profesor. Esa frase me caló: me hizo recordar toda una época en la que la desconexión con la política era casi total.

Este libro me recordó a Los detectives salvajes, de Bolaño, por ese juego de múltiples voces contando un mismo hecho. También a Sangre en el ojo, de Lina Meruane, por esa prosa visceral que no pide permiso. Creo que la estructura fragmentaria, con cartas, recuerdos, conversaciones y sueños, logra un ritmo poético que me atrapó. La memoria aquí no es lineal ni limpia: es una mezcla de imágenes, frases que se escapan, y sensaciones que persisten.

El libro fue nominado al National Book Award en EE.UU. en la categoría de Literatura Traducida, y no me sorprende. Es una obra hermosa, precisa, cargada de memoria y estilo. Me encantó. Subrayé un montón. Me removió cosas. Me hizo pensar en mis propios recuerdos, en la escuela, en mis compañeras, en lo que nos contaron —y en lo que no.



Portada del libro

Portada del libro 
Editorial Alquimia
77 páginas