Desde hace rato que Nona Fernández —escritora, dramaturga y guionista chilena— se venía apareciendo en mi camino: en el diario, en rrss, en librerías y vitrinas, pero poco sabía de ella. El año pasado fui al re-lanzamiento de Mapocho, sin mucho conocimiento más que las ganas de conocerla y fue una rica velada sobre el mismo río Mapocho —en el Teatro del Puente—, con un monólogo y ella, tan intensa hablando sobre esta ciudad. ¿Cómo es posible re-editar un libro después de casi veinte años y que siga sin perder vigencia? No solo posterior a los hechos del 18 de octubre, sino más precisament, por la ruptura que encierra el Mapocho: un Santiago herido, fracturado desde sus inicios.
Mapocho es una de las primera novelas de Nona, reconocida internacionalmente por sus libros Chilean electric y La dimensión desconocida, entre otros. El libro, a través de distintas metáforas y simbolismos, nos cuenta la historia de la ciudad de Santiago, desde la poesía y la ficción, en donde el río —bajo sus puentes— arrastra muertos, basura y mugre que no quiere ser vista.
La historia se cuenta desde los márgenes: son relatos subalternos, periféricos, contados a través de los ojos de la Rucia y el Indio. Dos hermanos marcados por el desarraigo y el abandono. Exiliados con su madre, sin noticias del padre, crecen fuera de Chile. Pero hay lugares a los que uno siempre vuelve, y entre ellos está Santiago. La Rucia regresa buscando algo, pero no sabe qué ni dónde, lo único que recuerda de su niñez es el río —el que utiliza como brújula para no perderse—, sus puentes y la Virgen, tan blanca, inmaculada e inalcanzable. Como le dice una anciana: “El poto de la Virgen. Cada vez que te pierdas, Rucia, recuerda que vivimos mirando el poto de la virgen. La doña no tiene ojos para nosotros, sólo mira a los que están del otro lado del río, así es que mientras el resto de la ciudad reza a su cara piadosa, nosotros nos conformamos con su traste”.
La ciudad no es solo lo físico —sus calles, plazas, casas y edificios— también es la suma de las utopías e imaginarios de sus habitantes: aquello que se anhela y no siempre se alcanza, aquello que se borra o de lo que nos aferramos para sentirnos parte, con obstinación. Es Santiago en constante metamorfosis. La misma que experimentó la Rucia al volver: “Santiago cambió de rostro. Como una serpiente desprendiéndose de su piel usada, la ciudad se ha sacudido plazas, casonas viejas, cines de matiné, canchas de fútbol, quioscos, calles adoquinadas, boticas y almacenes de barrio. Santiago removió sus costras y ahora ellas se van por los aires, vuelan en la memoria de la Rucia”. Los recuerdos de aquello que vivimos son los que nos dan lucidez, y nos dan una idea de los que somos; nos ayudan a responder “¿quién mierda somos?”, como se pregunta Fernández, y si nos miramos en la memoria del Mapocho, ¿qué vemos? Pedazos de un relato cíclico; nuestro relato de ciudad rota.
Nona (1971 - ) y el Mapocho.
Y en esta ciudad —tan mestiza como fuertemente europeizada— los recuerdos son los protagonistas: la nostalgia de las pichangas de barrio, los negocios abiertos con sus dueños atendiendo de mañana a tarde, los amigos y parientes achoclonados afuera de sus casas con las puertas abiertas de par en par. Es la añoranza de la solidaridad de antaño. La nostalgia de una ciudad imaginada. Los imaginarios que conviven y se superponen en la mente de la Rucia. Es en La Chimba donde se instala lo que la ciudad “decente” relega: los cementerios, los hospitales, el mercado, los indios y los inmigrantes empobrecidos. La Chimba ha sido y es lugar de frontera, pero también de diversidad; y ahí está el Mapocho, marcando la frontera entre la ciudad "pulcra" y la ciudad “salvaje”.
En el relato de la madre, Santiago se transforma en un territorio mítico: “El Mercado Central, La Vega, el Mapocho, todo tenía su equivalente perdido en algún rincón del mundo. Santiago se había reciclado en la cabeza de su madre y se había desparramado para reencontrarse con ella en cada lugar al que llegaba”. Porque siempre se vuelve a los lugares donde se amó la vida, como canta Chavela Vargas.
Mapocho es un libro original y necesario. Es un libro incómodo y doloroso, porque es contingente, y eso lo hace bello. Es original, urgente y profundamente urbano. Y es justamente esa vocación por lo urbano lo que más me gustó: más que la trama —surrealista, intensa, apasionada— lo que brilla es su cartografía de ciudad. El Santiago de Mapocho no es uno solo, es múltiple, híbrido, contradictorio. El relato de Nona Fernández es exquisito, potente y mordaz, utilizando un exceso de modismos y frases típicamente chilenas me hizo recordar un poco a Temporada de huracanes de la mexicana talentosísima Fernanda Melchor (http://monteilarei.blogspot.com/2018/12/este-libro-me-llego-el-dia-de-mi.html). Vale la pena tirarse al Mapocho y preguntarnos qué es lo que nos constituye.
Santiago, tan compleja e intensa, esta pequeña reseña te honra justo hoy, a días del aniversario de tu fundación, el 12 de febrero de 1541.
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Portada del libro Ediciones Alquimia 214 páginas |